Cadáver (1)

A penas pronunció unas palabras, o tal vez fuese un temblor procedente de algún punto oscuro e impreciso de su estómago, un quejido visceral; pero a Kori le pareció que aquel hombre gordo y harapiento, tendido en mitad de la calle y en mitad de la noche, dijo alguna cosa; aunque no pudo entenderlo (parecía un extraterrestre murmurando un idioma extraterrestre), le dio la sensación de que esas palabras incomprensibles denotaban angustia o dolor o desesperación. Kori se detuvo sin dejar de mirar al hombre, que ahora estaba callado, estático, e imaginó que quizá fuese extranjero, alguien que había planeado deambular por el mundo como una bola de pelusa gigantesca rodando hasta los confines del planeta; un mendigo extranjero que había enfermado en el camino, pensó: alemán o polaco, y luego: noruego o finlandés. Lo cierto es que el tipo llamaba la atención, no sólo por su actitud espectral, sino también por su aspecto. Además de gordo era alto, muy alto. El pelo largo, lacio, rubio o canoso. Tendría unos cincuenta años. El rostro pálido, cubierto, en parte, por una barba grisácea que era lo más parecido a las cenizas de un fuego recién apagado. En ningún momento abrió los ojos, sin embargo, con cierta frecuencia movía la boca, una boca dura que podía recordar a un ladrillo en miniatura. Llevaba puesta una chaqueta de pana marrón, con piel de borrego poblado de manchas en el reverso. Por las mangas de la chaqueta asomaba un suéter gris desgastado que le cubría las manos. También llevaba unos jeans de color rojo, cubiertos de suciedad y pintura reseca. Calzaba unos zapatos agujereados que dejaban entrever alguno de los dedos de sus pies. Kori estuvo un rato observándolo, y cuanto más lo miraba más curiosidad sentía por saber algo acerca de él, por asomarse, aunque sólo fuese un poquito, a la realidad de aquel ser insólito, andrajoso y descomunal que seguía ahí, tirado en la calle, con los brazos y las piernas formando una cruz desproporcionada bajo la tácita sombra del cielo, como si se le hubiese paralizado todo el cuerpo a excepción de la boca, que seguía con ese leve y extraño movimiento, como intentando decir algo.
Nunca hables con desconocidos, decía la madre de Kori cuando ésta era una chiquilla. Por supuesto, jamás le hizo caso. Hablaba con todo el mundo, se interesaba por la gente y por las cosas que la rodeaban. En cierto modo, Kori, con veinticinco años, seguía siendo la niña alegre y extrovertida que tantas preocupaciones generó en el núcleo familiar. El paso del tiempo no había hecho más que reforzar su personalidad, amén de proporcionarle un físico imponente, un atractivo al estilo estrella del cine francés de los 70, con una mirada sagaz que expresaba locura y comprensión; una mirada como un láser capaz de abatir a cualquier hombre. Un láser triturador de corazones.
El hombre gordo movía los labios y al fin volvió a pronunciarse. A una frase indescifrable mascullada entre dientes le siguió una especie de sollozo ahogado. Tenía la voz penetrante y ronca. Esta vez, Kori pensó que seguramente el tipo estaba inmerso en un mal sueño. Titubeó durante un instante y avanzó unos pasos, sigilosa, con el propósito de llegar a entender alguna palabra, tratando de averiguar algo más; pero al cabo de unos segundos volvió el silencio. Decidió, sin perder de vista al hombre, que ya era hora de volver a casa. Entonces él abrió los ojos, los tenía transparentes y henchidos de horror. Se miraron fijamente y, acto seguido, el hombre se puso a entonar, enloquecido y con voz rota, lo que parecía un himno nacionalista o una canción delirante. Kori, desconcertada tras el susto, empezó a caminar muy deprisa, escuchando mientras se alejaba, los cánticos infernales de aquel tarado; y los ecos de su conciencia deslizándose como un chiflido cortante le rasgaban el cerebro.
Cuando Kori llegó a casa eran las cuatro de la mañana. Yo me había quedado dormido en el escritorio, sentado con los brazos extendidos sobre el teclado del ordenador y la cabeza postrada en un diccionario de uso del español de María Moliner. Durante horas, había tratado de escribir un relato que hablaba de un campesino que se reencarnaba en perro. Este señor, bajo la piel de un esbelto bodeguero andaluz de siete meses, un día olvidó su infancia canina por completo; entonces empezó a recordar su otra vida: primero la imagen de una mujer mayor que era incapaz de estarse callada. Siempre hablaba con dulzura, aunque el receptor de sus argumentaciones fuese un mueble. En la mente del perro aparecía la mujer parloteando, encorvada frente a una máquina de coser, con los ojos bien abiertos. Esos ojos le revelaron la imperecedera humanidad de su vieja madre. Sin duda, era ella. Luego se fijó en los labios tan finos, y casi podía olfatear el aliento de su madre congelado en el aire de una habitación blanca. Después de eso los recuerdos de su pasado fueron en aumento, y el animal vagaba, sin saber cuánto tiempo había pasado desde su muerte (aunque intuyendo que mucho), alrededor de las casas de campo del interior de Castellón; buscando a su familia. Pero mi mente estaba seca, y cada frase construida me parecía peor que la anterior; así que continué insistiendo, lo más probable que por aburrimiento, sin perspectivas de que de ahí saliese algo decente, hasta quedarme dormido. Kori me guió hasta la cama, contándome su encuentro con el vagabundo, pero yo escuchaba su voz a lo lejos, como el monótono chisporroteo de un televisor con nieve en la pantalla. Seguí durmiendo.
A la mañana siguiente desperté a carcajadas. Había tenido un sueño que recordaba con claridad. Un buen amigo me explicaba su proyecto: la creación del diccionario de la mentira. Se trataba de un vasto número de páginas con un listado absurdo donde todas las palabras serían inventadas, y sus correspondientes definiciones absolutamente surrealistas. ¿Y eso es un diccionario?, pensé, es una gilipollez. Mi amigo me leyó la mente y dijo –no sólo es un diccionario, es el diccionario de los diccionarios. Dentro de ese ejemplar holgado de falsedad, mucha gente tropezará con la verdad absoluta-. No quise preguntarle nada, y como yo a mi amigo lo respeto pues le dije que sí, que es un diccionario, punto. Entonces, me proponía participar, ayudarle en la elaboración del diccionario de la mentira, y enseguida nos pusimos a escupir palabros abruptamente y a partirnos el culo de risa. Mientras hablábamos, recuerdo que íbamos caminando por el centro de Valencia, por un Barrio del Carmen distorsionado, en donde las callejuelas, de pronto, se habían transfigurado en amplias avenidas. Si pude reconocer el barrio sólo fue porque los bares de siempre seguían allí. En algún momento nos pusimos a correr. No recuerdo qué nos impulsó a hacerlo. Aunque en realidad no estábamos corriendo, sino trotando a cuatro patas. Éramos dos ponis escuálidos o dos cachorros de galgo trotando a cámara lenta por las calles del Carmen. Y mientras avanzábamos como en una secuencia cinematográfica, hablábamos del diccionario de la mentira, hacíamos rimas estúpidas, contemplábamos nuestros cuerpos de galgo, las cuatro patas alargadas que nos conducían hacia algún lugar remoto; y entonces nos poníamos a reír sin abandonar el trote que por momentos se asemejaba, o quizás se trataba de la felicidad.
Después dejamos atrás la ciudad. Seguimos trotando durante unos instantes por un suelo de tierra seca y piedras. Ya no quedaba edificios y el camino era cada vez más ancho, más abierto. Llegamos a un lugar montañoso donde había un cementerio, un monte lleno de cruces en mitad de la nada. Mi amigo se tumbó a la sombra entre unos arbustos y yo también me tumbé, avistando el paisaje, pensando en la frase echarse al monte, que significa huir, escapar de alguna situación comprometida o difícil. Después de unos momentos de confusión, uno de los dos, no recuerdo quién, dijo algo; pronunció unas palabras que tampoco consigo recordar. Y empezamos de nuevo a reírnos como los perros que en aquél momento éramos.